5.3.08

LA PROMESA

Hace varios años, en una de las clases que tomé con la mejor profesora del mundo, Sheila Barrios, leímos este ensayo. Desde el primer momento, sumergida en las primeras líneas, me sentí tan identificada con él, que decidí hacerlo parte de mi vida para siempre. Hoy lo comparto contigo, rogando que al leerlo reconozcas su valor y te llene de tanto orogullo como a mi. La autora se llama Mayra Santos Febres y el mismo fue publicado en el periódico El Nuevo Día, el 16 de agosto de 1998.



LA PROMESA

Yo creo en lo sagrado, quizás no con la abnegación y la obedencia que se espera de una fiel servidora de la fe, de una humilde devota, de una mártir dispuesta a cualquier sacrificio, pero creo en lo sagrado. Y lo sagrado siempre se manifiesta como una promesa: la de la salvación, la de la recompensa al final del arduo camino, la de la paz interna al vencer a los demonios de adentro. Llámenle cristianismo, el camino del santo, el inner child, las enseñanzas del Tao o de Buda. O llámenle patriotismo. Todas son formas de acercarse a lo sagrado.

Más o menos en la adolescencia una promeza empezó a fraguarse entre esta tierra en que nací (por casualidad, hay que decirlo) y yo. Empezé a darme cuenta de que un país no es un canto de tierra y cemento que se posee, ni una vergüenza que se esconde, ni un "patrimonio" que se hereda por casualidad. No sé cómo, pero un buen día entendí que un país es una proyección hacia el futuro. Es como si me preguntaran: "¿qué tu quieres ser cuando seas grande?" Y yo, casi sin entender, respondiera: "puertorriqueña".


Perdonen la vaguedad de mi descripción, pero es que no me puedo explicar de otra manera. La promesa de mi país me nace del centro mismo del corazón. No hay ideología que la explique, ningún discurso que me valide el sentimiento. Lo que quiero decir es que ni citando a Marx, ni a Kropotkin, ni aliándome con tal o cual partido puedo explicar la profundidad de este sentimiento. No lo puedo mitigar tampoco, ni conjurando los espírutos del neoliberalismo y la globalización, ni abandonándome a la seducción del dinero, ni desmenuzando la ideología del nacionalismo. De sobra sé que las naciones pueden ser nocivas, malignas, una ilusión que trabaje al servicio de intereses ajenos al común. Pero aún así no tengo escapatoria. La promesa de mi país me hala hacia un lugar de tanta fuerza, de tanta luz. No es cuestión de escoger el amor que le tengo. El amor existe por sí sólo y punto. No hay política que valga para explicarlo.


Me imagino que si yo siento a mi pais con tal intensidad, así mismo lo deben sentir otros. Y también me imagino que existirá gente que se sienta de otra manera, que le haya entregado su alma y su vida a otros proyectos que no sean el país. Que una pasión arrobadora los obliga a sentirse mujeres, gays, americanos, pentecostales, internacionalistas, o a dedicarse tan sólo a la familia con todas las fuerzas de su corazón. Y que ese amor emerge de un lugar sagrado. Eso lo respeto.


Pero también imagino que habrá gentes que se guían por intereses que no tocan, ni siquiera rozan el área del corazón. Inmunes a los sentimientos propios y a los ajenos, devotos tan sólo de la lógica, el poder y de la conveniencia, deciden tapar el cielo con una mano. Desatienden el llamado de la sangre, de la sangre, en el sentido más amplio de la palabra; de esa que palpita en cada arteria, que transporta oxígenos y alimentos, que se continúa en la sangre del prójimo, en ese otro rio que corre paralelo al propio.


A veces pienso que estas gentes, las que no oyen su corazón, ni se han dado cuenta de como llegaron a tal desconexión. Quizás una vez persiguieron la promesa de lo sagrado y pensaron haber llegado a ella, estar cerquita de su aureola, de su luz. Quizás la visión los embriagó y, ciegos de poder, sintieron que ellos eran "los sagrados", su viva encarnación. No entendieron que nadie posee una promesa, que tan sólo se es un instrumento, su canal.


Siempre he oido que no en todos los ámbitos de la vida se puede pensar con el corazón. Y la política, por ejemplo, es uno de esos ámbitos donde se tiene que tomar decisiones a sangre fría. Quizás por eso nunca he querido ser senadora, ni alcaldesa, ni gobernadora. Yo no puedo vivir sin corazón. Y me pregunto si no habrá otra manera de hacer política, una donde el diálogo suplante a la sangre fría y se respeten las pasiones de los demás, esa profunda, insondable fe en la promesa de algo mejor. Una política que no persiga a la gente que piensa distinto, tachándoles de "subversivos", "agitadores", "un grupito problemático". Eso insulta el lugar sagrado de donde emana un compromiso, su amor.


Al final de "Solaris", la película de ciencia-ficción de Tarkovsky, Chris, el protagonista, reflexiona sobre la naturaleza del amor. Le dice a su compañero cientifico que uno tan sólo puede amar lo que puede perder: a una mujer, a un sueño, a un país. Yo, que me siento a punto de perder mi país, o al menos su promesa de algún día ser mío, no quiero quedarme en silencio, verlo cómo se vuelve un río de sangre fria entre mis manos.


Quizás algunos piensen que este ensayo debería ser más enérgico, más acusatorio, más político, más intelectual. Pero mi corazón me dice que no hace falta. Mi rol es otro. Este. Otra vez pido disculpas, pero no me puedo explicar mejor. Quizás pueda esclarecerme si les cuento de otra película que vi recientemente. "Ruby in Paradise". En su escena final, Ruby, la protagonista, se encuentra con una mujer hindú que limpia las casitas del complejo de viviendas a bajo costo en el que vive. Ruby ha sufrido en carne propia los azotes de la pobresa, del desempleo, del abuso patronal, y se sorprende al ver a otra mujer pobre, y para colmo, inmigrante, cantar con tanta alegría canciones de agradecimiento a Shiva, por haberle dejado llegar a América. Ruby le dice que el sueño americano no existe, que ella, una mujer blanca del sur, lo ha estado buscando toda su vida. La mujer hindú le narra su historia. Le dice: "Cuando llegamos a América, mi familia y yo éramos un saco de hueso y pellejos. Créeme, de hueso y pellejos. Y ahora míranos. Nos va muy bien. Todo el mundo quiere estar aqui. América es el sueño del mundo". Ruby le contesta: "Si, pero eso no soluciona nada". La hindú se alza de hombros y le ofrece a Ruby una taza de té.


La mujer hindú y Ruby son dos polos de un espectro. Una cree en la promesa del progreso americano. La otra viene de regreso de una promesa y ya la siente más como una ilusión. Pero al final de su diálogo tanto Ruby como la mujer hindú pueden juntas sentarse a tomar una taza de té y a soñarse un futuro mejor.


Esa taza de té es el país que yo ansío. En su fondo se cuece, aliviadora, la promesa.

2 comentarios:

.::Mau::. dijo...

ya veo por que te gusta!

es hermoso!

besos!

Rocío dijo...

La autora tiene blog....

LUGARMANIGUA

luego te paso la direccion.

PRECIOSO...