Tuve que aprender a vivir sin tus lindas palabras susurradas a mi oido. Aún no entiendo porque todo terminó asi, sin un adiós, sin un beso en la mejilla siquiera. Solo tomaste tu pequeño maletín, dos pares de medias, dos camisas, tres pantalones, dos calzoncillos, y tu siempre fiel cajetilla de cigarrillos. Y vi tu espalda por última vez. Tu espalda de guerrero, de oso, donde dejé marcadas mis largas uñas en aquellas noches cálidas. Y me dediqué a esperar, que la conciencia y la buena razón que heredaste de tu madre, te hicieran volver a casa. Esperé, esperé. Parece que dejaste la razón debajo de la cama, o en el armario. No cupo en tu pequeño maletín. El teléfono nunca sonó. En el pasillo jamás se escucharon pasos pesados, ni en las escaleras. Ni siquiera en el silencio de la noche. En aquellas noches en las que dormí con las ventanas abiertas para estar atenta al ruido de tu auto cuando pasaras por la avenida. No lloré. Ni una lágrima derramé. Siempre pensé que el llanto era sinónimo de resignación. Mantuve mis ojos secos, y al darme cuenta de que ya no regresarías, mil noches más tarde, ya no valía la pena llorar. Entonces guardé tus fotos en un cajón, todas. Hasta la que nos tomamos dos veranos atrás, tu favorita. Y saqué toda tu ropa, y la dí a los seres necesitados. Y en cada camisa, en cada corvata, se fue una letra de tu nombre.
29.8.07
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Esto hasta podría ser una herencia literaria.
Te envio un fuerte abrazote.
Se te quiere un paquetón loka.
Tu carita el sábado parecía muy pensativa.
Publicar un comentario